jueves, 29 de julio de 2010

LAS FRONTERAS DEL YO



Después de haber declarado que la experiencia de “enamo¬rarse” es una especie de ilusión que en modo alguno no constituye el amor verdadero, habré de concluir modificando algún tanto la perspectiva para señalar que enamorarse es algo que en ver¬dad está muy cerca del amor verdadero. En realidad, la falsa concepción de que enamorarse es un tipo de amor está tan difundida precisamente porque contiene algo de verdad.
La experiencia del amor verdadero tiene también que ver con las fronteras del yo puesto que supone una extensión de los límites de uno. Los límites de uno son las fronteras del propio yo. Cuando ampliamos nuestros propios límites por obra del amor lo hacemos extendiéndolos, por así decirlo, hacia el obje¬to amado cuyo crecimiento deseamos promover. Para que podamos hacerlo, el objeto amado debe primero sernos ama¬do; en otras palabras un objeto exterior a nosotros que está más allá de las fronteras de nuestro yo debe atraernos, debe ser susceptible de que nos entreguemos a él y nos comprome¬tamos con él. Los psiquiatras llaman a este proceso de atracción, entrega y compromiso “catexia” y dicen que “catectizamos” el objeto amado. Pero cuando catectizamos un objeto exterior a nosotros también incorporamos psicológicamente en noso¬tros una representación de ese objeto. Por ejemplo, considera¬rnos cl caso de un hombre que tiene por hobby la jardinería. Ese hombre “ama” la jardinería. Su jardín significa mucho para él.
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Ha catectizado su jardín. Lo encuentra atrayente, está entre¬gado al jardín, está comprometido con él, tanto que es capaz de levantarse muy temprano un domingo por la mañana para cuidarlo; ese hombre puede negarse a viajar para no alejarse del jardín y hasta puede descuidar a su mujer. En esa catexia y a fin de cultivar sus flores y arbustos ese hombre aprende muchísimas cosas, llega a ser un experto en jardinería, en suelos y fertilizantes, en la poda conveniente. Y conoce su jar¬dín en todos sus detalles, su historia, las clases de flores y plantas que hay en él, su disposición general, sus problemas y hasta su futuro. A pesar de que su jardín existe fuera de él, por obra de la catexia el jardín ha llegado a existir también en el interior de ese hombre. El conocimiento que tiene de él y todo cuanto significa para el jardinero forman parte de él mismo, parte de su identidad, parte de su historia, parte de su saber. Al amar y catectizar el jardín ese hombre lo incorporó dentro de sí de una manera completamente real, y en virtud de esa incorporación su persona ha crecido y las fronteras de su yo se han extendido.
Lo que ocurre pues en el curso de muchos años de amor, de extender nuestros límites por obra de nuestras catexias, es una gradual y progresiva ampliación dc la persona, una incor¬poración en ella del mundo exterior y un crecimiento, en tanto que se opera un debilitamiento de las fronteras de nuestro yo. De esta manera cuanto más nos extendemos, más amamos y menos nítida se hace la distinción entre uno mismo y el mun¬do. Llegamos a identificamos con el mundo. Y a medida que se atenúan y debilitan las fronteras de nuestro yo, experimentamos cada vez más intensamente ese mismo éxtasis que habíamos experimentado cuando se derrumbaron parcialmente las fron¬teras de nuestro yo y nos “enamorarnos”. Sólo que en lugar de habernos fundido transitoriamente e ilusoriamente con un obje¬to amado, nos fundimos de manera más permanente y realis¬ta con gran parte del mundo. Así puede establecerse una “unión mística” con todo el mundo. La sensación de éxtasis o biena¬venturanza que acompaña a esta unión, si bien puede ser más suave y menos dramática que la sensación que acompaña al enamoramiento, es sin embargo mucho más estable, duradera y satisfactoria. Esa es la diferencia que hay entre la experiencia de la cumbre, tipificada por el enamoramiento, y lo que Abraham Maslow caracterizó como la “experiencia de la meseta”. Aquí las alturas no brillan repentinamente para luego perderse; se las alcanza para siempre.
Es obvio que la actividad sexual y el amor, si bien pueden darse simultáneamente, con frecuencia están disociados porque son fenómenos fundamentalmente separados en sí mismo, el acto de hacer el amor no es un acto de amor. Sin embargo, la experiencia del acto sexual y especialmente del orgasmo (aun en la masturbación), es una experiencia asociada también con un grado mayor o menor de derrumbe de las fronteras del yo y del éxtasis correspondiente. A causa de este colapso de las fronteras del yo podemos exclamar en el momento culminan¬te “¡Te amo! “, y decírselo a una prostituta por la cual unos instantes después (cuando las fronteras del yo recuperan su lugar) no sintamos ni pizca de afecto. Esto no quiere decir que el éxtasis del orgasmo no pueda acrecentarse si se lo com¬parte con una persona amada; en efecto puede acrecentarse. Pero aun sin tratarse de una persona amada el colapso de las fronteras del yo que se da conjuntamente con el orgasmo puede ser total; durante un segundo podemos olvidamos por completo de quienes somos, perdernos en el tiempo y el espa¬cio, sentirnos fuera de nosotros mismos, transportados. Pode¬mos fundirnos con el universo.., pero sólo durante un segundo.
Usé la expresión “unión mística” para designar la pro¬longada “unidad en el universo” que se experimenta en el verdadero amor a diferencia de la momentánea unidad propia del orgasmo. El misticismo es esencialmente una creencia según la cual la realidad es unidad. El místico más profundo cree que nuestra percepción común del universo que ve en él multitud de objetos diferentes —astros, planetas, árboles, pá¬jaros, casas, nosotros mismos— todos separados por fronteras es una percepción falsa, una ilusión. Los hindúes y budistas usan la palabra “Maya” para designar esta general percepción falsa, este mundo de ilusión que nosotros erróneamente cree¬mos que es real. Ellos y otros místicos sostienen que la verda¬dera realidad sólo puede conocerse experimentando la unidad, lo cual se logra eliminando las fronteras del yo. Es imposible, captar realmente la unidad del universo mientras uno con-tinúe considerándose como un objeto separado y distinto del resto del universo de alguna manera. Por eso, frecuentemente los hindúes y budistas afirman que el niño antes de desarro¬llar las fronteras del yo conoce la realidad, en tanto que los adultos no la conocen. Y hasta sugieren que la senda que condu¬ce a la iluminación o conocimiento de la unidad de la realidad exige que suframos un proceso de regresión para hacernos como niños. Ésta puede ser una doctrina peligrosamente tentadora para ciertos adolescentes y jóvenes que no están preparados para asumir las responsabilidades del adulto, las cuales les parecen abrumadoras y más allá de su alcance. Tales personas pueden pensar “No tengo que pasar por todas esas cosas; puedo tratar de renunciar a ser un adulto y retirarme a la santidad sin asumir las responsabilidades
del adulto. Pero, al obrar de conformi¬dad con esta suposición, lo que se da es la esquizofrenia antes que la santidad.
Casi todos los místicos comprenden la verdad que expusi¬mos al terminar nuestra discusión sobre la disciplina: que debe¬mos poseer algo o haber alcanzado algo antes de poder renun¬ciar a ello y conservar sin embargo nuestra capacidad y com¬petencia. El pequeño que no tiene todavía fronteras de su yo puede estar en contacto más íntimo con la realidad que sus padres, pero es incapaz de sobrevivir sin el cuidado de los padres e incapaz de comunicar su saber. El camino que conduce a la santidad pasa a través de la edad adulta. Aquí no hay atajos rápidos ni fáciles. Las fronteras del yo deben consolidarse y endurecerse primero. Es menester que se establezca una iden¬tidad antes de que se la pueda trascender. Uno debe encontrar su propio yo antes de poder perderlo. La transitoria eliminación de las fronteras del yo que se produce al enamorarnos, al practicar el acto sexual o al usar ciertas drogas psicoactivas puede darnos un atisbo del nirvana, pero no el nirvana mismo. Una de las tesis de este libro es la de que el nirvana o la iluminación duradera o el verdadero crecimiento espiritual pueden alcanzarse sólo en virtud del persistente ejercicio del amor real.

En resumen, pues, la pérdida temporaria de las fronteras del yo cuando nos enamoramos o cuando practicamos el acto sexual no sólo nos lleva a comprometernos con otra persona, sino que además nos da un pregusta (y por lo tanto un incen¬tivo) del éxtasis místico al que podemos llegar en una vida de amor. Por eso, aunque enamorarse no es en sí mismo amar, esa experiencia forma parte del esquema grande y misterioso del amor.